Conclusiones (diciembre, parte IV).

Las elecciones parlamentarias están aquí, faltan menos de cuatro meses, y de inicio lo voy diciendo, estoy -y ojalá me equivocase- casi convencido de nuestra derrota como oposición, pero votaré. Si no fuera a votar no hubiera publicado una serie de artículos completa tratando de que asimilemos la importancia de la Asamblea Nacional. Imagino que las personas optimistas en grado sumo, partidarios o miembros de alguna organización política, convencidos de la capacidad de los dirigentes opositores o de la madurez política del venezolano o lo que sea, estarán en desacuerdo conmigo, pero les pido que terminen de leer mis razones, porque probablemente en el fondo se darán cuenta de que comparten en parte mi sentir.

Son muchos los ingredientes de la receta para perder una elección en Venezuela. Hay que considerar primeramente que el gobierno, como siempre, tiene su aparataje de estrategias ventajistas y fraudulentas listo y en marcha. Sin ningún tipo de reparo son utilizados los bienes del patrimonio público de la República, de los Estados y Municipios, así como de las empresas públicas, con fines proselitistas.

Camionetas y autobuses de PDVSA usados para transporte a actos de campaña y a los centros de votación; dádivas al pueblo en tiempos electorales en las más variadas formas: comida, productos de primera necesidad, electrodomésticos, cupos en universidades, becas y subsidios y promesas de vivienda; unidades de transporte público dependientes del poder central que proyectan mensajes escritos de apoyo frontal al gobierno (“El Esequibo es nuestro, Chávez vive la patria sigue. ¡Victoria antiimperialista!” en los flamantes buses de Metromara, por ejemplo); el uso de los infinitos medios de comunicación controlados por el Estado para endorsar a los candidatos chavistas y desprestigiar a sus contendores; campañas de mejoramiento de la imagen pública por vía de la liberación de alguno que otro preso político, para tratar de captar el voto del no decidido; retardo en la adopción de medidas económicas necesarias como el aumento de los precios de la gasolina y la desregularización de precios, que serían impopulares y negativas en el campo político; y así un largo etcétera.

La corrupción en ese ámbito está descontrolada y es incontenible, lo que se explica porque el Ejecutivo puede disponer a capricho de todos los fondos que quiera, y porque no hay una Contraloría General de la República independiente.

Por otro lado, como comenté en la segunda entrega de esta serie de artículos (diciembre, parte II), qué puede esperarse de un Consejo Nacional Electoral descaradamente al servicio del régimen –llegando prácticamente a formar parte de él-, habiendo sido algunos de sus Rectores abiertamente militantes del partido de gobierno, y siendo designados no por una pluralidad de posiciones políticas reunidas en Asamblea Nacional, tras una necesaria selección y debate, sino por el infame Tribunal Supremo de Justicia, buque insignia de la pérdida del Derecho y de la partidización de las instituciones en el país. Sólo puede esperarse la imagen ya tan grabada en nuestras memorias de Tibisay Lucena aproximándose a la sala de prensa tratando de contener una sonrisa complacida. 

Parte de la receta la tiene la dirigencia opositora reunida en la Mesa de la Unidad Democrática, que es una masa informe sin cohesión y decaída desde hace años, que nunca aprendió las lecciones dejadas por el pasado reciente. Los partidos políticos que la integran, por su parte, tanto los de vieja escuela como los que quieren venderse como practicantes de una “nueva forma de hacer política” son igual de ponzoñosos. Los tradicionales quedaron manchados de por vida por los errores que cometieron en el siglo XX, y los modernos en su mayoría están marcados por un mismo rasgo, el haber sido fundados para servir a un líder y girar en torno a su carisma, posibilidades y destino. Se tratan de organizaciones políticas altamente personalistas, como Un Nuevo Tiempo, centrado en la figura de Manuel Rosales y su dinastía, y Voluntad Popular, menos viciado y asqueroso, pero igualmente centrado en Leopoldo López como su única razón de ser.

Otros, como Primero Justicia y los desgastados de antaño, no han girado durante toda su existencia como sistema planetario alrededor de un único sol, pero también tienen presente el mal del gran líder; en todos los momentos de sus historias, cortas o largas, han tenido algún hombre fuerte presente, un pater familiae que encabece cualquier cruzada que asuman, sin nunca haber suficiente margen para la diversidad de opiniones, para el eventual desacuerdo manteniendo la unión.

  La politiquería de esos partidos ineludiblemente condujo a que no se haya podido escoger a una peor plancha unitaria de candidatos que la que aspira tomar la Asamblea Nacional, porque es imposible que exista una peor. Nuestros pretendidos representantes son en su grandísima mayoría algunas de las peores bazofias de la sociedad venezolana. Gente sin visión de servicio, con educaciones deficientes, sin preparación parlamentaria, sin propuestas, con largos historiales de corrupción o gestiones previas deficientes, e incluso mal asesorados.

A pesar de todo esto pienso votar, como afirma el tan difundido dicho popular, “con una mano en la máquina y otra tapándome la nariz” -síntoma que en el pasado siempre ha garantizado estruendosos fracasos electorales-, pero votar al fin y al cabo. Es necesario sufragar este 6 de diciembre. Tal vez suene incongruente que llame a votar si al mismo tiempo digo con tanto pesimismo que vamos a perder, pero no creo que lo sea, porque este voto lo veo más bien como un último y desesperado intento de cambio, la primera elección de importancia tras el caos desatado a principios del año pasado en el país, que puede medir en serio las modificaciones en el panorama político venezolano que han podido tener el movimiento de calle y la crisis económica agravada.

También podría considerar a este proceso comicial como una forma de hacer ver a la oposición en pleno, y no sólo a un grupo, que la vía electoral murió, lo cual ya quedó demostrado en repetidas ocasiones (yo mismo lo experimenté de primera mano el 14 de abril de 2013), porque sencillamente no puede prosperar en un sistema diseñado para ahogar la democracia y para, no obstante, nutrir su imagen internacional, su solidez y su apariencia de legitimidad con cada votación hecha en el país.

Repito una vez más que mi deseo, aunque parezca peculiar, es equivocarme rotundamente, tragarme mis palabras, y que por fin la Asamblea Nacional le sea arrebatada a la dictadura, porque si bien creo que eso no daría paso a un ordenamiento legal de calidad, acorde a nuestros tiempos y condiciones de país, sí prendería la chispa para el cambio de sistema político, para salir de este régimen, depurando la composición de las demás ramas del Poder Público Nacional y quitándole al niño los gusticos a los que lo habían malacostumbrado, vale decir, cortándole a Maduro la posibilidad de legislar por decreto.

Después de bastantes meses sin elecciones, y de haber experimentado con otras formas de participación política, al menos hasta ahora demostradas como igual de inefectivas, nos toca una vez más sufragar, hacer otro intento más por la vía tradicional, y otro más, y después otro, y otro, y otro, con las peores previsiones pero la mayor esperanza.

José Alberto Vargas La Roche.

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